Desde la altura de la rambla, se pueden ver las arenas blancas desplegándose a un lado y otro de las rocas. Hacia el sur se extiende la playa del barco, denominada así por el Cathay que exhibe sus entrañas de metal oxidado, restos de un naufragio que se entierran en la arena y resurgen según el capricho del mar. En la dirección opuesta, la playa parece no tener fin. No hay nada que la contenga. Simplemente se deja llevar por el impulso de la mirada de los caminantes, que se pierde en la inmensidad de mar y playa. Es la naturaleza que está allí, intocada por el hombre a pesar de sus vanos esfuerzos de rodearla de casas o de sitios para comer o divertirse que se agrupan en su calle principal o que, incluso, llegan a aventurarse cerca de la arena.
Toda su belleza hace de este sitio un paraíso turístico natural que se deja descubrir a través de los sentidos de sus visitantes. Los niños circulan libremente por la playa o explorando el balneario mientras otros experimentan los aromas y sabores en alguna de sus opciones gastronómicas favoritas, para luego descansar en la arena o aventurarse a una clase de surf o quizá una cabalgata.
Cualquiera sea el motivo, La Pedera es un luguar al que todos volvemos siempre...